domingo, 8 de agosto de 2010

Cuento publicado en Campo Grupal

Medias Tintas
¿El gato?... un pelotudo.

Se trepó por las salientes de los balcones hasta encontrar una ventana, en el segundo piso, que no tenía rejas. Rompió el vidrio de un codazo y entró, pensando que el ruido iba a quedar disimulado por las explosiones que a medianoche habían empezado a machacar inútilmente el Barrio Sur, en el otro extremo de la Ciudad. Se quedó quieto, en la oscuridad, y le vinieron ganas de orinar, pero se aguantó. Cuando vislumbró un escritorio y un archivador se podría haber preguntado qué carajo iba a robar en un edificio de oficinas, pero no lo hizo. Suponemos que lo que buscaba era agrandarse, convencerse de que no sentía miedo.
Se dio cuenta de golpe que no tenía por qué aguantarse y se puso a orinar en un rincón – un gesto de gato bien educado-- en esa oficina donde él creía que no había nadie.
El escritorio bacán, con molduras y patas retorcidas, estaba en el medio de la habitación. Sacó una punta de hierro del bolsillo de la campera y reventó un cajón sin probar si estaba cerrado con llave. La madera, al desgajarse, le agregó otro ruido a la noche, pero él no vio la sombra que se insinuó detrás del vidrio esmerilado de la única puerta que había en la oficina.
Revolvía papeles y los tiraba al piso, enceguecido, porque en el cajón sólo había documentos y carpetas de un careta al que tendría que haberle dejado algo mucho peor que una meada en la alfombra. Pero el gato era un pelotudo que ni siquiera sabía que los caretas sólo merecen odio.
Quedó paralizado cuando estalló el vidrio; lo rompieron de un culatazo y le dispararon parapetados detrás de la puerta. El gato no supo reaccionar rápidamente, dijo que lo sorprendieron porque era la primera vez que entraba solo a un lugar que no conocía. En eso los gatos se parecen a los caretas: quieren ser independientes, cortarse solos; no comparten nada ni confían en nadie. Por eso son tan jodidos y terminan robándose entre ellos. En cambio nosotros avanzamos juntos, como una ola, copamos prolijamente las casas de un barrio y entonces los caretas no tienen más remedio que dejar todo y salir corriendo, porque los milicos no pueden defenderlos. Somos como sombras que se mueven siempre, que no se quedan en un lugar ni se aferran a nada. Cuando invadimos, los milicos nos tiran unas balas y unas bombas por formalidad, para cumplir, y después corren porque saben que la Manada no se puede matar, que una vida se multiplica por cinco, seis, o mil. Eso estaba pasando en el Barrio Sur la misma noche que el gato, en el otro extremo de la ciudad, juntaba coraje para treparse al edificio donde, al final, lo balearon. Si se hubiera unido antes a nosotros, no hubiera entrado solo a la oficina de un hijo de puta que –lo supimos después- no era un careta cualquiera. Pero de eso vamos a hablar más adelante.
(1ª. Entrega de: “La revolución llegó y yo ni siquiera tuve tiempo de darme una ducha”)
Continuará...
Raúl Sintes
Campo Grupal. N° 123 Junio 2010

Medias Tintas

2ª. Entrega de:
“La revolución llegó y yo ni siquiera tuve tiempo de darme una ducha”

Resumen de la 1ª entrega:
Un “gato” pelotudo entró, solo, a robar al voleo la oficina de un careta, en el Norte. No encontró más que papeles, pero la oficina estaba vigilada y lo cagaron a balazos. Mientras tanto nosotros - la Manada- invadíamos, casi sin encontrar resistencia, el otro extremo de la ciudad.

Lo descubrimos al atardecer del día siguiente, tirado en una zanja anegada -retorcido y embarrado como una rama de árbol podrido-, en los límites del Sur recién conquistado. Aún se movía, pero en el charco se confundían sus manchas de sangre con los reflejos del cielo de invierno. Lo llevamos a una casa y lo cuidamos, pero unos días después ya se sentía un héroe de lección de historia escolar, de cine yanqui. “Valiente y audaz que pese a la traición de sus enemigos se repone de la adversidad y vence todos los obstáculos”. O sea: otro pelotudo que se creyó las leyendas que usaron para esclavizarnos. Pero mientras más inflaba su imaginación, más se acercaba a la muerte, porque éramos enemigos aunque no se diera cuenta. Nosotros también robábamos y matábamos, pero no como ellos, que sólo vivían en las fotos y prontuarios de los ficheros de la cana y odiaban a los caretas por envidia, nada más que por el deseo de ser como ellos. A nosotros, en cambio, nos empujaba la vida.
Sin embargo, el hijo de puta tuvo una suerte increíble. No sólo sobrevivió a la bala que, en el tiroteo, le habían embocado en medio de la frente, sino que se salvó de que lo matáramos nosotros, porque dejó de hablar. Eso ocurrió el día que, ya hartos, le dimos un buen golpe en la cabeza, encima del agujero del chumbo. Quizás el plomo le acomodó algo en los sesos, o no era tan pelotudo y entendió que si se olvidaba de Ser y de Tener no había necesidad de matarlo.
Poco después dejamos de verlo, se hizo imperceptible entre la manada.
Hay ocasiones en las que algo insignificante, como un papel arrugado en el bolsillo de un gato casi muerto en una zanja, rompe el equilibrio de un universo. Así puede comenzar una revolución, o un embarazo.
Hasta el momento en que encontramos al gato el mundo estaba organizado, esquemáticamente, en: caretas que se estafaban y mentían entre ellos, odiaban, tenían miedo y consumían todo lo que podían; gatos que robaban y mataban a caretas, y traficaban y consumían; políticos que robaban, mentían, pudrían todo y dirigían mafias; milicia que aprovechaba todos los ríos revueltos y que, a veces, también asesinaba o era asesinada. Y nosotros, la Manada, que no existíamos hasta que inundábamos un barrio, una zona, la expropiábamos y, sólo si era imprescindible, matábamos para vivir. En torno a estas jerarquías y órdenes, giraban todas las artes y oficios.
Falta decir que, en el apuro, el gato había escapado de la oficina a la que entró a robar, llevándose unos papeles del escritorio. Nosotros los encontramos en su bolsillo; entonces empezó a romperse el equilibrio que hacía girar al mundo.
Continúa…
Raúl Sintes 
Campo Grupal. N° 124. Julio 2010

Medias Tintas

3ª. Entrega de:

“La revolución llegó y yo ni siquiera tuve tiempo de darme una ducha”
Resumen de las entregas anteriores:

Encontramos al Gato tirado en una zanja con una herida de bala en la frente. Lo habían sorprendido robando en un edificio de la zona Norte. Lo cuidamos y a los pocos días se recuperó y contó su historieta con ínfulas de héroe. Hartos de su cháchara, antes de matarlo, le dimos un puñetazo en la cabeza. Paró de hablar y entonces pudo mezclarse con nosotros -La Manada- y así salvó su vida. En el bolsillo de su pantalón encontramos dos hojas de papel, arrugadas, que era lo único que se había llevado de un cajón de la oficina donde pretendía robar.

Una de las hojas era lo que los Caretas llaman una factura, porque tenía letras y números ordenados verticalmente. Pero en la otra descubrimos, con enorme sorpresa -detrás del olor del Gato que apenas había impregnado el papel- el olor de La Manada, o sea nuestro inequívoco e intenso aroma.
Nuestros abuelos, o bisabuelos, sabían leer y escribir, pero cuando empezó la guerra ya no hubo más posibilidad, ni ganas, de aprender. Eso ocurrió hace mucho, cuando los antepasados de los Gatos se llenaron de odio al darse cuenta que en los períodos de crisis, cuando faltaba el trabajo y sus hijos pasaban hambre, los Caretas y sus familias seguían comiendo y viviendo igual que siempre. Entonces, por necesidad y por bronca, empezaron a robarles y luego a matarlos fácilmente porque eran débiles aunque pagaban ratis, ya que muchos de éstos no les eran fieles. Algunos Caretas, desesperados, se compraron armas y quisieron aprender a matar, pero los Gatos, acostumbrados a lo peor, supieron segarlos más con pánico que con plomo, y los corrieron de sus barrios, sus casas, sus lujos.
Después, cuando los Gatos empezaron a matarse entre ellos por consumir paco o divididos por la ambición del poder, los Caretas aprovecharon para atrincherarse y resistir.
En ese momento comenzamos la revolución con La Manada, cuando nos dimos cuenta que Nosotros no podemos morir, porque mueren sólo los que tienen Yo. Y todos los demás tuvieron que huir o quedarse a contar sus muertos mientras nosotros nos multiplicábamos.
No es posible apartarse de La Manada. Si alguno pretendiera separarse de ella se esfumaría en el aire, evaporado por su propia individualidad. Porque lo único es sinónimo, para nosotros, de debilidad y muerte rápida. Es decir que ninguno de nosotros habría podido ir a la oficina y dejar ese papel que después robó el Gato. Entonces tenía que ser un extraño, mezclado con La Manada e impregnado de nuestro olor, el que envió el papel -obviamente una carta- al Careta que trabajaba en la oficina.
Deseábamos encontrar y exterminar a ese elemento extraño y peligroso que ahora vivía entre nosotros, pero si lo buscábamos, si nos observábamos entre todos para poder descubrirlo, íbamos a percibir nuestras diferencias y entonces terminaríamos como los demás: unos separados de otros, perdidos en la soledad y el aislamiento de la mutua desconfianza.
Continuará…
Raúl Sintes
Campo Grupal N° 125. Agosto 2010

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